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Tanta fe se tiene en la vida, en la vida en su
aspecto más precario, en la vida real, naturalmente, que la fe acaba por
desaparecer. El hombre, soñador sin remedio, al sentirse de día en día
más descontento de su sino, examina con dolor los objetos que le han
enseñado a utilizar, y que ha obtenido al través de su indiferencia o de
su interés, casi siempre al través de su interés, ya que ha consentido
someterse al trabajo o, por lo menos no se ha negado a aprovechar las
oportunidades... ¡Lo que él llama oportunidades! Cuando llega a este
momento, el hombre es profundamente modesto: sabe cómo son las mujeres
que ha poseído, sabe cómo fueron las risibles aventuras que emprendió,
la riqueza y la pobreza nada le importan, y en este aspecto el hombre
vuelve a ser como un niño recién nacido; y en cuanto se refiere a la
aprobación de su conciencia moral, reconozco que el hombre puede
prescindir de ella sin grandes dificultades. Si le queda un poco de
lucidez, no tiene más remedio que dirigir la vista hacia atrás, hacia su
infancia que siempre le parecerá maravillosa, por mucho que los
cuidados de sus educadores la hayan destrozado. En la infancia la
ausencia de toda norma conocida ofrece al hombre la perspectiva de
múltiples vidas vividas al mismo tiempo; el hombre hace suya esta
ilusión; sólo le interesa la facilidad momentánea, extremada, que todas
las cosas ofrecen.
Todas las mañanas los niños inician su camino sin
inquietudes. Todo está al alcance de la mano, las peores circunstancias
materiales parecen excelentes. Luzca el sol o esté negro el cielo,
siempre seguiremos adelante, jamás dormiremos. Pero no se llega muy
lejos a lo largo de este camino; y no se trata solamente de una cuestión
de distancia. Las amenazas se acumulan, se cede, se renuncia a una
parte del terreno que se debía conquistar.
Aquella imaginación que no reconocía límite alguno ya no puede
ejercerse sino dentro de los límites fijados por las leyes de un
utilitarismo convencional; la imaginación no puede cumplir mucho tiempo
esta función subordinada, y cuando alcanza aproximadamente la edad de
veinte años prefiere, por lo general, abandonar al hombre a su destino
de tinieblas.
Pero si más tarde el hombre, fuese por lo que
fuere, intenta enmendarse al sentir que poco a poco van desapareciendo
todas las razones para vivir, al ver que se ha convertido en un ser
incapaz de estar a la altura de una situación excepcional, cual la del
amor, difícilmente logrará su propósito. Y ello es así por cuanto el
hombre se ha entregado, en cuerpo y alma al imperio de unas necesidades
prácticas que no toleran el olvido. Todos los actos del hombre carecerán
de altura, todas sus ideas, de profundidad. De todo cuanto le ocurra o
cuanto pueda llegar a ocurrirle, el hombre solamente verá aquel aspecto
del conocimiento que lo liga a una multitud de acontecimientos
parecidos, acontecimientos en los que no ha tomado parte,
acontecimientos que se ha perdido. Más aún, el hombre juzgará cuanto le
ocurra o pueda ocurrirle poniéndolo en relación con uno de aquellos
acontecimientos últimos, cuyas consecuencias sean más tranquilizadoras
que las de los demás. Bajo ningún pretexto sabrá percibir su salvación.
Amada imaginación, lo que más amo en ti es que jamás perdonas.
Únicamente la palabra libertad tiene el poder de
exaltarme. Me parece justo y bueno mantener indefinidamente este viejo
fanatismo humano. Sin duda alguna, se basa en mi única aspiración
legítima. Pese a tantas y tantas desgracias como hemos heredado, es
preciso reconocer que se nos ha legado una libertad espiritual suma. A
nosotros corresponde utilizarla sabiamente. Reducir la imaginación a la
esclavitud, cuando a pesar de todo quedará esclavizada en virtud de
aquello que con grosero criterio se denomina felicidad, es despojar a
cuanto uno encuentra en lo más hondo de sí mismo del derecho a la
suprema justicia. Tan sólo la imaginación me permite llegar a saber lo
que puede llegar a ser, y esto basta para mitigar un poco su terrible
condena; y esto basta también para que me abandone a ella, sin miedo al
engaño (como si pudiéramos engañarnos todavía más). ¿En qué punto
comienza la imaginación a ser perniciosa y en qué punto deja de existir
la seguridad del espíritu? ¿Para el espíritu, acaso la posibilidad de
errar no es sino una contingencia del bien?
Queda la locura, la locura que solemos recluir,
como muy bien se ha dicho. Esta locura o la otra... Todos sabemos que
los locos son internados en méritos de un reducido número de actos
reprobables, y que, en la ausencia de estos actos, su libertad (y la
parte visible de su libertad) no sería puesta en tela de juicio. Estoy
plenamente dispuesto a reconocer que los locos son, en cierta medida,
víctimas de su imaginación, en el sentido que ésta le induce quebrantar
ciertas reglas, reglas cuya transgresión define la calidad de loco, lo
cual todo ser humano ha de procurar saber por su propio bien. Sin
embargo, la profunda indiferencia de los locos dan muestra con respecto a
la crítica de que les hacemos objeto, por no hablar ya de las diversas
correcciones que les infligimos, permite suponer que su imaginación les
proporciona grandes consuelos, que gozan de su delirio lo suficiente
para soportar que tan sólo tenga validez para ellos. Y, en realidad, las
alucinaciones, las visiones, etcétera, no son una fuente de placer
despreciable. La sensualidad más culta goza con ella, y me consta que
muchas noches acariciaría con gusto aquella linda mano que, en las
últimas páginas de L'Intelligence, de Taine, se entrega a tan curiosas
fechorías. Me pasaría la vida entera dedicado a provocar las
confidencias de los locos. Son como la gente de escrupulosa honradez,
cuya inocencia tan sólo se pude comparar a la mía. Para poder descubrir
América, Colón tuvo que iniciar el viaje en compañía de locos. Y ahora
podéis ver que aquella locura dio frutos reales y duraderos.
No será el miedo a la locura lo que nos obligue a bajar la bandera de la imaginación.
Después de haber instruido proceso a la actitud
materialista, es imperativo instruir proceso a la actitud realista.
Aquélla, más poética que ésta, desde luego, presupone en el hombre un
orgullo monstruoso, pero no comporta una nueva y más completa
frustración. Es conveniente ver ante todo en dicha escuela bienhechora
reacción contra ciertas risibles tendencias del espiritualismo. Y, por
fin, la actitud materialista no es incompatible con cierta elevación
intelectual.
Contrariamente, la actitud realista, inspirada en
el positivismo, desde Santo Tomás a Anatole France, me parece hostil a
todo género de elevación intelectual y moral. Le tengo horror por
considerarla resultado de la mediocridad, del odio, y de vacíos
sentimientos de suficiencia. Esta actitud es la que ha engendrado en
nuestros días esos libros ridículos y esas obras teatrales insultantes.
Se alimenta incesantemente de las noticias periodísticas, y traiciona a
la ciencia y al arte, al buscar halagar al público en sus gustos más
rastreros; su claridad roza la estulticia, y está a altura perruna. Esta
actitud llega a perjudicar la actividad de las mejores inteligencias,
ya que la ley del mínimo esfuerzo termina por imponerse a éstas, al
igual que a las demás. Una consecuencia agradable de dicho estado de
cosas estriba, en el terreno de la literatura, en la abundancia de
novelas. Todos ponen a contribución sus pequeñas dotes de «observación».
A fin de proceder a aislar los elementos esenciales, M. Paul Valéry
propuso recientemente la formación de una antología en la que se
reuniera el mayor número posible de novelas primerizas cuya insensatez
esperaba alcanzase altas cimas. En esta antología también figurarían
obras de los autores más famosos. Esta es una idea que honra a Paul
Valéry, quien no hace mucho me aseguraba, en ocasión de hablarme del
género novelístico que siempre se negaría a escribir la siguiente frase:
la marquesa salió a las cinco. Pero, ¿ha cumplido la palabra dada?
Si reconocemos que el estilo pura y simplemente
informativo, del que la frase antes citada constituye un ejemplo, es
casi exclusivo patrimonio de la novela, será preciso reconocer también
que sus autores no son excesivamente ambiciosos. El carácter
circunstanciado, inútilmente particularista de cada una de sus
observaciones me induce a sospechar que tan sólo pretenden divertirse a
mis expensas. No me permiten tener siquiera la menor duda acerca de los
personajes: ¿será este personaje rubio o moreno? ¿Cómo se llamará? ¿Le
conoceremos en verano...? Todas estas interrogantes quedan resueltas de
una vez para siempre, a la buena de Dios; no me queda más libertad que
la de cerrar el libro, de lo cual no suelo privarme tan pronto llego a
la primera página de la obra, más o menos. ¡Y las descripciones! En
cuanto a vaciedad, nada hay que se les pueda comparar; no son más que
superposiciones de imágenes de catálogo, de las que el autor se sirve
sin limitación alguna, y aprovecha la ocasión para poner bajo mi vista
sus tarjetas postales, buscando que juntamente con él fije mi atención
en los lugares comunes que me ofrece:
La pequeña estancia a la que hicieron pasar al
joven tenía las paredes cubiertas de papel amarillo; en las ventanas
había geranios y estaban cubiertas con cortinillas de muselina, el sol
poniente lo iluminaba todo con su luz cruda. En la habitación no había
nada digno de ser destacado. Los muebles de madera blanca eran muy
viejos. Un diván de alto respaldo inclinado, ante el diván una mesa de
tablero ovalado, un lavabo y un espejo adosados a un entrepaño, unas
cuantas sillas arrimadas a las paredes, dos o tres grabados sin valor
que representaban a unas señoritas alemanas con pájaros en las manos... A
eso se reducía el mobiliario. (1)
No estoy dispuesto a admitir que la inteligencia se
ocupe, siquiera de paso, de semejantes temas. Habrá quien diga que esta
parvularia descripción está en el lugar que le corresponde, y que en
este punto de la obra el autor tenía sus razones para atormentarme. Pero
no por eso dejó de perder el tiempo, porque yo en ningún momento he
penetrado en tal estancia. La pereza, la fatiga de los demás no me
atraen. Creo que la continuidad de la vida ofrece altibajos demasiado
contrastados para que mis minutos de depresión y de debilidad tengan el
mismo valor que mis mejores minutos. Quiero que la gente se calle tan
pronto deje de sentir. Y quede bien claro que no ataco la falta de
originalidad por la falta de originalidad. Me he limitado a decir que no
dejo constancia de los momentos nulos de mi vida, y que me parece
indigno que haya hombres que expresen los momentos que a su juicio son
nulos. Permitidme que me salte la descripción arriba reproducida, así
como muchas otras.
Y ahora llegamos a la psicología, tema sobre el que no tendré el menor empacho en bromear un poco.
El autor coge un personaje, y, tras haberlo
descrito, hace peregrinar a su héroe a lo largo y ancho del mundo. Pase
lo que pase, dicho héroe, cuyas acciones y reacciones han sido
admirablemente previstas, no debe comportarse de un modo que discrepe,
pese a revestir apariencias de discrepancia, de los cálculos de que ha
sido objeto. Aunque el oleaje de la vida cause la impresión de elevar al
personaje, de revolcarlo, de hundirlo, el personaje siempre será aquel
tipo humano previamente formado. Se trata de una simple partida de
ajedrez que no despierta mi interés, porque el hombre, sea quien sea, me
resulta un adversario de escaso valor. Lo que no puedo soportar son
esas lamentables disquisiciones referentes a tal o mal jugada, cuando
ello no comporta ganar ni perder. Y si el viaje no merece las alforjas,
si la razón objetiva deja en el más terrible abandono -y esto es lo que
ocurre- a quien la llama en su ayuda, ¿no será mejor prescindir de tales
disquisiciones? «La diversidad es tan amplia que en ella caben todos
los tonos de voz, todos los modos de andar, de toser, de sonarse, de
estornudar...» (2) Si un racimo de
uvas no contiene dos granos semejantes, ¿a santo de qué describir un
grano en representación de otro, un grano en representación de todos, un
grano que, en virtud de mi arte, resulte comestible? La insoportable
manía de equiparar lo desconocido a lo conocido, a lo clasificable,
domina los cerebros. El deseo de análisis impera sobre los sentimientos (3).
De ahí nacen largas exposiciones cuya fuerza persuasiva radica tan sólo
en su propio absurdo, y que tan sólo logran imponerse al lector,
mediante el recurso a un vocabulario abstracto, bastante vago,
ciertamente. Si con ello resultara que las ideas generales que la
filosofía se ha ocupado de estudiar, hasta el presente momento,
penetrasen definitivamente en un ámbito más amplio, yo sería el primero
en alegrarme. Pero no es así, y todo queda reducido a un simple
discreteo; por el momento, los rasgos de ingenio y otras galanas
habilidades, en vez de dedicarse a juegos inocuos consigo mismas,
ocultan a nuestra visión, en la mayoría de los casos, el verdadero
pensamiento que, a su vez, se busca a sí mismo. Creo que todo acto lleva
en sí su propia justificación, por lo menos en cuanto respecta a quien
ha sido capaz de ejecutarlo; creo que todo acto está dotado de un poder
de irradiación de luz al que cualquier glosa, por ligera que sea,
siempre debilitará. El solo hecho de que un acto sea glosado determina
que, en cierto modo, este acto deje de producirse. El adorno del
comentario ningún beneficio produce al acto. Los personajes de Stendhal
quedan aplastados por las apreciaciones del autor, apreciaciones más o
menos acertadas pero que en nada contribuyen a la mayor gloria de los
personajes, a quienes verdaderamente descubrimos en el instante en que
escapan del poder de Stendhal.
Todavía vivimos bajo el imperio de la lógica, y
precisamente a eso quería llegar. Sin embargo, en nuestros días, los
procedimientos lógicos tan sólo se aplican a la resolución de problemas
de interés secundario. La parte de racionalismo absoluto que todavía
solamente puede aplicarse a hechos estrechamente ligados a nuestra
experiencia. Contrariamente, las finalidades de orden puramente lógico
quedan fuera de su alcance. Huelga decir que la propia experiencia se ha
visto sometida a ciertas limitaciones. La experiencia está confinada en
una jaula, en cuyo interior da vueltas y vueltas sobre sí misma, y de
la que cada vez es más difícil hacerla salir. La lógica también, se basa
en la utilidad inmediata, y queda protegida por el sentido común. So
pretexto de civilización, con la excusa del progreso, se ha llegado a
desterrar del reino del espíritu cuanto pueda clasificarse, con razón o
sin ella, de superstición o quimera; se ha llegado a proscribir todos
aquellos modos de investigación que no se conformen con los imperantes.
Al parecer, tan sólo al azar se debe que recientemente se haya
descubierto una parte del mundo intelectual, que, a mi juicio, es, con
mucho, la más importante y que se pretendía relegar al olvido. A este
respecto, debemos reconocer que los descubrimientos de Freud han sido de
decisiva importancia. Con base en dichos descubrimientos, comienza al
fin a perfilarse una corriente de opinión, a cuyo favor podrá el
explorador avanzar y llevar sus investigaciones a más lejanos
territorios, al quedar autorizado a dejar de limitarse únicamente a las
realidades más someras. Quizá haya llegado el momento en que la
imaginación esté próxima a volver a ejercer los derechos que le
corresponden. Si las profundidades de nuestro espíritu ocultan extrañas
fuerzas capaces de aumentar aquellas que se advierten en la superficie, o
de luchar victoriosamente contra ellas, es del mayor interés captar
estas fuerzas, captarlas ante todo para, a continuación, someterlas al
dominio de nuestra razón, si es que resulta procedente. Con ello,
incluso los propios analistas no obtendrán sino ventajas. Pero es
conveniente observar que no se ha ideado a priori ningún método para
llevar a cabo la anterior empresa, la cual, mientras no se demuestre lo
contrario, puede ser competencia de los poetas al igual que de los
sabios, y que el éxito no depende de los caminos más o menos caprichosos
que se sigan.
Con toda justificación, Freud ha proyectado su
labor crítica sobre los sueños, ya que, efectivamente, es inadmisible
que esta importante parte de la actividad psíquica haya merecido, por el
momento, tan escasa atención. Y ello es así por cuanto el pensamiento
humano, por lo menos desde el instante del nacimiento del hombre hasta
el de su muerte, no ofrece solución de continuidad alguna, y la suma
total de los momentos de sueño, desde un punto de vista temporal, y
considerando solamente el sueño puro, el sueño de los períodos en que el
hombre duerme, no es inferior a la suma de los momentos de realidad, o,
mejor dicho, de los momentos de vigilia. La extremada diferencia, en
cuanto a importancia y gravedad, que para el observador ordinario existe
entre los acontecimientos en estado de vigilia y aquellos
correspondientes al estado de sueño, siempre ha sido sorprendente. Así
es debido a que el hombre se convierte, principalmente cuando deja de
dormir, en juguete de su memoria que, en el estado normal, se complace
en evocar muy débilmente las circunstancias del sueño, a privar a éste
de toda trascendencia actual, y a situar el único punto de referencia
del sueño en el instante en que el hombre cree haberlo abandonado, unas
cuantas horas antes, en el instante de aquella esperanza o de aquella
preocupación anterior. El hombre, al despertar, tiene la falsa idea de
emprender algo que vale la pena. Por esto, el sueño queda relegado al
interior de un paréntesis, igual que la noche. Y, en general, el sueño,
al igual que la noche, se considera irrelevante. Este singular estado de
cosas me induce a algunas reflexiones, a mi juicio, oportunas:
1. Dentro de los
límites en que se produce (o se cree que se produce), el sueño es, según
todas las apariencias, continuo con trazas de tener una organización o
estructura. Únicamente la memoria se irroga el derecho de imponerlas, de
no tener en cuenta las transiciones y de ofrecernos antes una serie de
sueños que el sueño propiamente dicho. Del mismo modo, únicamente
tenemos una representación fragmentaria de las realidades,
representación cuya coordinación depende de la voluntad (4).
Aquí es importante señalar que nada puede justificar el proceder a una
mayor dislocación de los elementos constitutivos del sueño. Lamento
tener que expresarme mediante unas fórmulas que, en principio, excluyen
el sueño. ¿Cuándo llegará, señores lógicos, la hora de los filósofos
durmientes? Quisiera dormir para entregarme a los durmientes, del mismo
modo que me entrego a quienes me leen, con los ojos abiertos, para dejar
de hacer prevalecer, en esta materia, el ritmo consciente de mi
pensamiento. Acaso mi sueño de la última noche sea continuación del
sueño de la precedente, y prosiga, la noche siguiente, con un rigor
harto plausible. Es muy posible, como suele decirse. Y habida cuenta de
que no se ha demostrado en modo alguno que al ocurrir lo antes dicho la
«realidad» que me ocupa subsista en el estado de sueño, que esté
oscuramente presente en una zona ajena a la memoria, ¿por qué razón no
he de otorgar al sueño aquello que a veces niego a la realidad, este
valor de certidumbre que, en el tiempo en que se produce, no queda
sujeto a mi escepticismo? ¿Por qué no espero de los indicios del sueño
más lo que espero de mi grado de conciencia, de día en día más elevado?
¿No cabe acaso emplear también el sueño para resolver los problemas
fundamentales de la vida? ¿Estas cuestiones son las mismas tanto en un
estado como en el otro, y, en el sueño, tienen ya el carácter de tales
cuestiones? ¿Conlleva el sueño menos sanciones que cuanto no sea sueño?
Envejezco, y quizá sea sueño, antes que esta realidad a la que creo ser
fiel, y quizá sea la indiferencia con que contemplo el sueño lo que me
hace envejecer.
2. Vuelvo, una vez
más, al estado de vigilia. Estoy obligado a considerarlo como un
fenómeno de interferencia. Y no sólo ocurre que el espíritu da muestras,
en estas condiciones, de una extraña tendencia a la desorientación (me
refiero a los lapsus y malas interpretaciones de todo género, cuyas
causas secretas comienzan a sernos conocidas) sino que, lo que es
todavía más, parece que el espíritu, en su funcionamiento normal, se
limite a obedecer sugerencias procedentes de aquella noche profunda de
la que yo acabo de extraerle. Por muy bien condicionado que esté, el
equilibrio del espíritu es siempre relativo. El espíritu apenas se
atreve a expresarse y, caso de que lo haga, se limita a constatar que
tal idea, tal mujer, le hace efecto. Es incapaz de expresar de qué clase
de efecto se trata, lo cual únicamente sirve para darnos la medida de
su subjetivismo. Aquella idea, aquella mujer, conturban al espíritu, le
inclinan a no ser tan rígido, producen el efecto de aislarle durante un
segundo del disolvente en que se encuentra sumergido, de depositarle en
el cielo, de convertirle en el bello precipitado que puede llegar a ser,
en el bello precipitado que es. Carente de esperanzas de hallar las
causas de lo anterior, el espíritu recurre al azar, divinidad más oscura
que cualquiera otra, a la que atribuye todos sus extravíos. ¿Y quién
podrá demostrarme que la luz bajo la que se presenta esa idea que
impresiona al espíritu, bajo la que advierte aquello que más ama en los
ojos de aquella mujer, no sea precisamente el vínculo que le une al
sueño, que le encadena a unos presupuestos básicos que, por su propia
culpa, ha olvidado? ¿Y si no fuera así, de qué sería el espíritu capaz?
Quisiera entregarle la llave que le permitiera penetrar en estos
pasadizos.
3.
El espíritu del hombre que sueña queda plenamente satisfecho con lo que
sueña. La angustiante incógnita de la posibilidad deja de formularse.
Mata, vuela más de prisa, ama cuanto quieras. Y si mueres, ¿acaso no
tienes la certeza de despertar entre los muertos? Déjate llevar, los
acontecimientos no toleran que los difieras. Careces de nombre. Todo es
de una facilidad preciosa.
Me pregunto qué razón, razón muy superior a la
otra, confiere al sueño este aire de naturalidad, y me induce a acoger
sin reservas una multitud de episodios cuya rareza me deja anonadado,
ahora, en el momento en que escribo. Sin embargo, he de creer el
testimonio de mi vista, de mis oídos; aquel día tan hermoso existió, y
aquel animal habló.
La dureza del despertar del hombre, lo súbito de la
ruptura del encanto, se debe a que se le ha inducido ha formarse una
débil idea de lo que es la expiación.
4. En el instante en
que el sueño sea objeto de un examen metódico o en que, por medios aún
desconocidos, lleguemos a tener conciencia del sueño en toda su
integridad (y esto implica una disciplina de la memoria que tan sólo se
puede lograr en el curso de varias generaciones, en la que se comenzaría
por registrar ante todo los hechos más destacados) o en que su curva se
desarrolle con una regularidad y amplitud hasta el momento
desconocidas, cabrá esperar que los misterios que dejen de serlo nos
ofrezcan la visión de un gran Misterio. Creo en la futura armonización
de estos dos estados, aparentemente tan contradictorios, que son el
sueño e la realidad, en una especie de realidad absoluta, en una
sobrerrealidad o surrealidad, si así se puede llamar. Esto es la
conquista que pretendo, en la certeza de jamás conseguirla, pero
demasiado olvidadizo de la perspectiva de la muerte para privarme de
anticipar un poco los goces de tal posesión.
Se cuenta que todos los días, en el momento de
disponerse a dormir, Saint-Pol-Roux hacía colocar en la puerta de su
mansión de Camaret un cartel en el que se leía: EL POETA TRABAJA.
Habría mucho más que añadir sobre este tema, pero
tan sólo me he propuesto tocarlo ligeramente y de pasada, ya que se
trata de algo que requiere una exposición muy larga y mucho más
rigurosa; más adelante volveré a ocuparme de él. En la presente ocasión,
he escrito con el propósito de hacer justicia a lo maravilloso, de
situar en su justo contexto este odio hacia lo maravilloso que ciertos
hombres padecen, este ridículo que algunos pretenden atribuir a lo
maravilloso. Digámoslo claramente: lo maravilloso es siempre bello, todo
lo maravilloso, sea lo que fuere, es bello, e incluso debemos decir que
solamente lo maravilloso es bello.
En el ámbito de la literatura únicamente lo
maravilloso puede dar vida a las obras pertenecientes a géneros
inferiores, tal como el novelístico, y, en general, todos los que se
sirven de la anécdota. El monje, de Lewis, constituye una admirable
demostración de lo anterior. El soplo de lo maravilloso penetra la obra
entera. Mucho antes de que el autor haya liberado a sus personajes de
toda servidumbre temporal, se nota que están prestos a actuar con su
orgullo carente de precedentes. Aquella pasión de eternidad que les
eleva incesantemente da acentos inolvidables a su tortura y a la mía. A
mi entender, este libro exalta ante todo, desde el principio al fin, y
de la manera más pura que jamás se haya dado, cuanto en el espíritu
aspira a elevarse del suelo; y esta obra, una vez una vez despojada de
su fabulación novelesca, de moda en la época en que fue escrita,
constituye un ejemplo de justeza y de inocente grandeza (5).
A mi juicio pocas son las obras que la superan, y el personaje de
Mathilde, en especial, es la creación más conmovedora que cabe anotar en
las partidas del activo de aquella moda de figuración en literatura.
Mathilde no es tanto un personaje cuanto una constante tentación. Y si
un personaje no es una tentación, ¿qué otra cosa puede ser? Extremada
tentación la de Mathilde. El principio «nada es imposible para quien
quiere arriesgarse» tiene en El monje su máxima fuerza de convicción.
Las apariciones ejercen en esta obra una función lógica, por cuanto el
espíritu crítico no se preocupa de desmentirlas. Del mismo modo, el
castigo de Ambrosio queda tratado de manera plenamente legítima, ya que a
fin de cuentas es aceptado por el espíritu crítico como un desenlace
natural.
Quizá parezca injustificado que haya empleado el
anterior ejemplo, al referirme a lo maravilloso, cuando las literaturas
nórdicas y las orientales se han servido de él constantemente, por no
hablar ya de las literaturas propiamente religiosas de todos los países.
Sin embargo, si así lo he hecho, ello se debe a que los ejemplos que
estas literaturas hubieran podido proporcionarme están plagados de
puerilidades, ya que se dirigen a niños. En un principio, éstos no
pueden percibir lo maravilloso, y, después, no conservan la suficiente
virginidad espiritual para que Piel de Asno les produzca demasiado
placer. Por encantadores que sean los cuentos de hadas, el hombre se
sentiría frustrado si tuviera que alimentarse sólo con ellos, y, por
otra parte, reconozco que no todos los cuentos de hadas son adecuados
para los adultos. La trama de adorables inverosimilitudes exige una
mayor finura espiritual que la propia de muchos adultos, y uno ha de ser
capaz de esperar todavía mayores locuras... Pero la sensibilidad jamás
cambia radicalmente. El miedo, la atracción sentida hacia lo insólito,
el azar, el amor al lujo, son recursos que nunca se utilizarán
estérilmente. Hay muchos cuentos que escribir con destino a los mayores,
cuentos que todavía son casi azules.
Lo maravilloso no siempre es igual en todas las
épocas; lo maravilloso participa oscuramente de cierta clase de
revelación general de la que tan sólo percibimos los detalles: éstos son
las ruinas románticas, el maniquí moderno, o cualquier otro símbolo
susceptible de conmover la sensibilidad humana durante cierto tiempo.
Sin embargo, en estos cuadros que nos hacen sonreír se refleja siempre
la irremediable inquietud humana, y por esto he fijado mi atención en
ellos, ya que los estimo inseparablemente unidos a ciertas producciones
geniales que están más dolorosamente influenciadas por aquella inquietud
que muchas otras obras. Y al decirlo, pienso en los patíbulos de
Villon, en los griegos de Racine, en los divanes de Baudelaire.
Coinciden con un eclipse del buen gusto que soportar muy bien, por
cuanto considero que el buen gusto es una formidable lacra. En el
ambiente de mal gusto propio de mi época, me esfuerzo en llegar lejos
que cualquier otro. Si hubiese vivido en 1820 yo hubiera hablado de la
«ensangrentada monja», y no hubiera ahorrado aquel astuto y trivial
«disimulemos» de que habla el Cuisin enamorado de la parodia, y yo
hubiese utilizado las gigantescas metáforas en todas las fases, tal como
Cuisin dice, del curso del «disco, plateado». En los presentes días
pienso en un castillo, la mitad del cual no ha de encontrarse
forzosamente en ruinas; este castillo es mío, y le veo situado en un
lugar agreste, no muy lejos de París. Las dependencias de este castillo
son infinitas, y su interior ha sido terriblemente restaurado, de modo
que no deja nada que desear en cuanto se refiere a comodidades. Ante la
puerta que las sombras de los árboles ocultan, hay automóviles que
esperan. Algunos de mis amigos viven en él: ahí va Louis Aragón, que
abandona el castillo y apenas tiene tiempo para deciros adiós; Philippe
Soupault se levanta con las estrellas, y Paul Eluard, nuestro gran
Eluard, todavía no ha regresado. Ahí están Robert Desnos y Roger Vitrac,
que descifran en el parque un viejo edicto sobre los duelos; y Georges
Auric y Jean Paulhan; Max Morise, quien tan bien rema, y Benjamin Péret,
con sus ecuaciones de pájaros; y Joseph Delteil; y Jean Carrive; y
Georges Limbour, y Georges Limbour (hay un bosque de Georges Limbour); y
Marcel Noll; he ahí a T. Fraenkel, quien nos saludó desde un globo
cautivo, Georges Malkine, Antonin Artaud, Francis Gérard, Pierre
Naville, J.-A. Boiffard, después Jacques Baron y su hermano, apuestos y
cordiales, y tantos otros, y mujeres de arrebatadora belleza, de verdad.
A esa gente joven nada se le puede negar, y, en cuanto concierne a la
riqueza, sus deseos son órdenes. Francis Picabia nos visita, y, la
semana pasada, hemos dado una recepción a un tal Marcel Duchamp, a quien
todavía no conocíamos. Picasso caza por los alrededores. El espíritu de
la desmoralización ha fijado su domicilio en el castillo, y a él
recurrimos todas las veces que tenemos que entrar en relación con
nuestros semejantes, pero las puertas están siempre abiertas, y no
comenzamos nuestras relaciones dando las gracias al prójimo, ¿saben
ustedes? Por lo demás, grande es la soledad, y no nos reunimos con
frecuencia, porque, ¿acaso lo esencial no es que seamos dueños de
nosotros mismos, y, también, señores de las mujeres y del amor?
Se me acusará de incurrir en mentiras poéticas;
todos dirán que vivo en la calle Fontaine, y que jamás gozarán de tanta
belleza. ¡Maldita sea! ¿Es absolutamente seguro que este castillo del
que acabo de hacer los honores se reduce simplemente a una imagen? Pero,
si a pesar de todo tal castillo existiera... Ahí están más invitados
para dar fe; su capricho es el camino luminoso que a él conduce. En
verdad, vivimos en nuestra fantasía, cuando estamos en ella. ¿Y cómo es
posible que cada cual pueda molestar al otro, allí, protegidos dos por
el afán sentimental, al encuentro de las ocasiones?
El hombre propone y dispone. Tan sólo de él depende
poseerse por entero, es decir, mantener en estado de anarquía la
cuadrilla de sus deseos, de día en día más temible. Y esto se lo enseña
la poesía. La lleva en sí la perfecta compensación de las miserias que
padecemos. Y también puede actuar como ordenadora, por poco que uno se
preocupe, bajo los efectos de una decepción menos íntima, de tomársela a
lo trágico. ¡Se acercan los tiempos en que la poesía decretará la
muerte del dinero, y ella sola romperá en pan del cielo para la tierra!
Habrá aún asambleas en las plazas públicas, y movimientos en los que uno
habría pensado en tomar parte. ¡Adiós absurdas selecciones, sueños de
vorágine, rivalidades, largas esperas, fuga de las estaciones,
artificial orden de las ideas, pendiente del peligro, tiempo
omnipresente! Preocupémonos tan sólo de practicar la poesía. ¿Acaso no
somos nosotros, los que ya vivimos de la poesía, quienes debemos hacer
prevalecer aquello que consideramos nuestra más vasta argumentación?
Poco importa que se dé cierta desproporción entre
la anterior defensa y la ilustración que viene a continuación. Antes,
hemos intentado remontarnos a las fuentes de la imaginación poética, y,
lo que es más difícil todavía, quedarnos en ellas. Y conste que no
pretendo haberlo logrado. Es preciso aceptar una gran responsabilidad,
si uno pretende establecerse en aquellas lejanas regiones en las que,
desde un principio, todo parece desarrollarse de tan mala manera, y más
todavía si uno pretende llevar al prójimo a ellas. De todos modos, el
caso es que uno nunca está seguro de hallarse verdaderamente en ellas.
Uno siempre está tan propicio a aburrirse como a irse a otro lugar y
quedarse en él. Siempre hay una flecha que indica la dirección en que
hay que avanzar para llegar a estos países, y alcanzar la verdadera meta
no depende más que del buen ánimo del viajero.
Ya sabemos, poco más o menos, el camino seguido.
Tiempo atrás me tomé el trabajo de contar, en el curso de un estudio
sobre el caso de Robert Desnos, titulado «Entrada de los médiums» (6),
que me había sentido inducido a «fijar mi atención en frases más o
menos parciales que, en plena soledad, cuando el sueño se acerca,
devienen perceptibles al espíritu, sin que sea posible descubrir su
previo factor determinante». Entonces, intenté correr la aventura de la
poesía, reduciendo los riesgos al mínimo, con lo cual quiero decir que
mis aspiraciones eran las mismas que tengo hoy, pero entonces confiaba
en la lentitud de la elaboración, a fin de hurtarme a inútiles
contactos, a contactos a los que yo era muy hostil. Esto se debía a
cierto pudor intelectual, del que todavía me queda un poco. Al término
de mi vida, difícil será, sin duda, que hable como se suele hablar, que
excuse el tono de mi voz y el reducido número de mis gestos. La
perfección en la palabra hablada (y en la palabra escrita mucho más) me
parecía estar en función de la capacidad de condensar de manera
emocionante la exposición (y exposición había) de un corto número de
hechos, poéticos o no, que constituían la materia en que centraba mi
atención. Había llegado a la convicción de que éste, y no otro, era el
procedimiento empleado por Rimbaud. Con una preocupación por la
variedad, digna de mejor causa, compuse los últimos poemas de Monte de
Piedad, con lo que quiero decir que de las líneas en blanco de este
libro llegué a sacar un partido increíble.
Estas líneas equivalían a mantener los ojos
cerrados ante unas operaciones del pensamiento que me consideraba
obligado a ocultar al lector. Eso no significaba que yo hiciera trampa,
sino solamente que obraba impulsado por el deseo de superar obstáculos
bruscamente. Conseguía hacerme la ilusión de gozar de una posible
complicidad, de la que de día en día me era más difícil prescindir. Me
entregué a prestar una inmoderada atención a las palabras, en cuanto se
refería al espacio que admitían a su alrededor, a sus tangenciales
contactos con otras palabras prohibidas que no escribía. El poema
«Bosque negro», deriva precisamente de este estado de espíritu. Emplee
seis meses en escribirlo, y les aseguro que no descansé ni un día. Pero
de este poema dependía la propia esti?mación en que me tenía, en aquel
entonces, y creo que todos comprenderéis mi actitud, aun cuando no la
consideréis suficientemente motivada. Me gusta hacer estas confesiones
estúpidas. En aquellos tiempos, se intentaba implantar la seudopoesía
cubista, pero había nacido inerme del cerebro de Picasso, y en cuanto a
mí hace referencia debo decir que era considerado como un ser más pesado
que una lápida (y todavía se me considera así). Por otra parte, no
estaba seguro de seguir el buen camino, en lo referente a poesía, pero
procuraba protegerme como mejor podía, enfrentándome con el lirismo,
contra el que esgrimía todo género de definiciones y fórmulas (no
tardarían mucho en producirse los fenómenos Dada), y pretendiendo hallar
una aplicación de la poesía a la publicidad (aseguraba que todo
terminaría, no con la culminación de un hermoso libro, sino con la de
una bella frase de reclamo en pro del infierno o del cielo).
En esta época, un hombre que, por lo menos era tan pesado como yo, es decir, Pierre Reverdy, escribió:
La imagen es una creación pura del espíritu.
La imagen no puede nacer de una comparación, sino del acercamiento de dos realidades más o menos lejanas.
Cuanto más lejanas y justas sean las concomitancias
de las dos realidades objeto de aproximación, más fuerte será la
imagen, más fuerza emotiva y más realidad poética tendrá... (7)
Estas palabras, un tanto sibilinas para los
profanos, tenían gran fuerza reveladora, y yo las medité durante mucho
tiempo. Pero la imagen se me escapaba. La estética de Reverdy, estética
totalmente a posteriori me inducía a confundir las causas con los
efectos. En el curso de mis meditaciones, renuncié definitivamente a mi
anterior punto de vista.
El caso es que una noche, antes de caer dormido,
percibí, netamente articulada hasta el punto de que resultaba imposible
cambiar ni una sola palabra, pero ajena al sonido de la voz, de
cualquier voz, una frase harto rara que llegaba hasta mí sin llevar en
sí el menor rastro de aquellos acontecimientos de que, según las
revelaciones de la conciencia, en aquel entonces me ocupaba, y la frase
me pareció muy insistente, era una frase que casi me atrevería a decir
estaba pegada al cristal. Grabé rápidamente la frase en mi conciencia y,
cuando me disponía a pasar a, otro asunto, el carácter orgánico de la
frase retuvo mi atención. Verdaderamente, la frase me había dejado
atónito; desgraciadamente no la he conservado en la memoria, era algo
así como «Hay un hombre a quien la ventana ha partido por la mitad»,
pero no había manera de interpretarla erróneamente, ya que iba
acompañada de una débil representación visual (8)
de un hombre que caminaba, partido, por la mitad del cuerpo
aproximadamente, por una ventana perpendicular al eje de aquél. Sin duda
se trataba de la consecuencia del simple acto de enderezar en el
espacio la imagen de un hombre asomado a la ventana. Pero debido a que
la ventana había acompañado al desplazamiento del hombre, comprendí que
me hallaba ante una imagen de un tipo muy raro, y tuve rápidamente la
idea de incorporarla al acervo de mi material de construcciones
poéticas. No hubiera concedido tal importancia a esta frase si no
hubiera dado lugar a una sucesión casi ininterrumpida de frases que me
dejaron poco menos sorprendido que la primera, y que me produjeron un
sentimiento de gratitud (gratuidad) tan grande que el dominio que, hasta
aquel instante, había conseguido sobre mí mismo me pareció ilusorio, y
comencé a preocuparme únicamente de poner fin a la interminable lucha
que se desarrollaba en mi interior (9).
En aquel entonces, todavía estaba muy interesado en
Freud, y conocía sus métodos de examen que había tenido ocasión de
practicar con enfermos durante la guerra, por lo que decidí obtener de
mí mismo lo que se procura obtener de aquéllos, es decir, un monólogo lo
más rápido posible, sobre el que el espíritu crítico del paciente no
formule juicio alguno, que, en consecuencia, quede libre de toda
reticencia, y que sea, en lo posible, equivalente a pensar en voz alta.
Me pareció entonces, y sigue pareciéndome ahora -la manera en que me
llegó la frase del hombre cortado en dos lo demuestra-, que la velocidad
del pensamiento no es superior a la de la palabra, y que no siempre
gana a la de la palabra, ni siquiera a la de la pluma en movimiento.
Basándonos en esta premisa, Philippe Soupault, a quien había comunicado
las primeras conclusiones a que había llegado, y yo nos dedicamos a
emborronar papel, con loable desprecio hacia los resultados literarios
que de tal actividad pudieran surgir. La facilidad en la realización
material de la tarea hizo todo lo demás. Al término del primer día de
trabajo, pudimos leernos recíprocamente unas cincuenta páginas escritas
del modo antes dicho, y comenzamos a comparar los resultados. En
conjunto, lo escrito por Soupault y por mí tenía grandes analogías, se
advertían los mismos vicios de construcción y errores de la misma
naturaleza, pero, por otra parte, también había en aquellas páginas la
ilusión de una fecundidad extraordinaria, mucha emoción, un considerable
conjunto de imágenes de una calidad que no hubiésemos sido capaces de
conseguir, ni siquiera una sola, escribiendo lentamente, unos rasgos de
pintoresquismo especialísimo y, aquí y allá, alguna frase de gran
comicidad. Las únicas diferencias que se advertían en nuestros textos me
parecieron derivar esencialmente de nuestros respectivos temperamentos,
el de Soupault: menos estático que el mío, y, si se me permite una
ligera crítica, también derivaban de que Soupault cometió el error de
colocar en lo alto de algunas páginas, sin duda con ánimo de inducir a
error, ciertas palabras, a modo de título. Por otra parte, y a fin de
hacer plena justicia a Soupault, debo decir que se negó siempre, con
todas sus fuerzas, a efectuar la menor modificación, la menor
corrección, en los párrafos que me parecieron mal pergeñados. Y en este
punto llevaba razón (10). Ello es
así por cuanto resulta muy difícil apreciar en su justo valor los
diversos elementos presentes, e incluso podemos decir que es imposible
apreciarlos en la primera lectura. En apariencia, estos elementos son,
para el sujeto que escribe, tan extraños como para cualquier otra
persona, y el que los escribe recela de ellos, como es natural.
Poéticamente hablando, tales elementos destacan ante todo por su alto
grado de absurdo inmediato, y este absurdo, una vez examinado con mayor
detención, tiene la característica de conducir a cuanto hay de admisible
y legítimo en nuestro mundo, a la divulgación de cierto número de
propiedades y de hechos que, en resumen, no son menos objetivos que
otros muchos.
En homenaje a Guillermo Apollinaire, quien había
muerto hacía poco, y quien en muchos casos nos parecía haber obedecido a
impulsos del género antes dicho, sin abandonar por ello ciertos
mediocres recursos literarios, Soupault y yo dimos el nombre de
SURREALISMO al nuevo modo de expresión que teníamos a nuestro alcance y
que deseábamos comunicar lo antes posible, para su propio beneficio, a
todos nuestros amigos. Creo que en nuestros días no es preciso someter a
nuevo examen esta denominación, y que la acepción en que la empleamos
ha prevalecido, por lo general, sobre la acepción de Apollinaire. Con
mayor justicia todavía, hubiéramos podido apropiarnos del término
SUPERNATURALISMO, empleado por Gérard de Nerval en la dedicatoria de
Muchachas de fuego (11).
Efectivamente, parece que Nerval conoció a maravilla el espíritu de
nuestra doctrina, en tanto que Apollinaire conocía tan sólo la letra,
todavía imperfecta, del surrealismo, y fue incapaz de dar de él una
explicación teórica duradera. He aquí unas frases de Nerval que me
parecen muy significativas a este respecto:
Voy a explicarle, mi querido Dumas, el fenómeno del
que usted ha hablado con mayor altura. Como muy bien sabe, hay ciertos
narradores que no pueden inventar sin identificarse con los personajes
por ellos creados. Sabe muy bien con cuánta convicción nuestro viejo
amigo Nodier contaba cómo había padecido la desdicha de ser guillotinado
durante la Revolución; uno quedaba tan convencido que incluso se
preguntaba cómo se las había arreglado Nodier para volver a pegarse la
cabeza al cuerpo.
Y como sea que tuvo usted la imprudencia de citar
uno de esos sonetos compuestos en aquel estado de ensueño
SUPERNATURALISTA, cual dirían los alemanes, es preciso que los conozca
todos. Los encontrará al final del volumen. No son mucho más oscuros que
la metafísica de Hegel o los «Mémorables» de Swedenborg, y perderían su
encanto si fuesen explicados, caso de que ello fuera posible, por lo
que te ruego me conceda al menos el mérito de la expresión... (12).
Indica muy mala fe discutirnos el derecho a emplear
la palabra SURREALISMO, en el sentido particular que nosotros le damos,
ya que nadie puede dudar que esta palabra no tuvo fortuna, antes de que
nosotros nos sirviéramos de ella. Voy a definirla, de una vez para
siempre:
SURREALISMO: sustantivo, masculino. Automatismo
psíquico puro por cuyo medio se intenta expresar verbalmente, por
escrito o de cualquier otro modo, el funcionamiento real del
pensamiento. Es un dictado del pensamiento, sin la intervención
reguladora de la razón, ajeno a toda preocupación estética o moral.
ENCICLOPEDIA, Filosofía: el surrealismo se basa en
la creencia en la realidad superior de ciertas formas de asociación
desdeñadas hasta la aparición del mismo, y en el libre ejercicio del
pensamiento. Tiende a destruir definitivamente todos los restantes
mecanismos psíquicos, y a sustituirlos en la resolución de los
principales problemas de la vida. Han hecho profesión de fe de
SURREALISMO ABSOLUTO, los siguientes señores: Aragon, Baron, Boiffard,
Breton, Carrive, Crevel, Delteil, Desnos, Eluard, Gérard, Limbour,
Malkine, Morise, Naville, Noll, Péret, Picon, Soupault, Vitrac.
Por el momento parece que los antes nombrados
forman la lista completa de los surrealistas, y pocas dudas caben al
respecto, salvo en el caso de Isidore Ducasse, de quien carezco de
datos. Cierto es que si únicamente nos fijamos en los resultados, buen
número de poetas podrían pasar por surrealistas, comenzando por el Dante
y, también en sus mejores momentos, el propio Shakespeare. En el curso
de las diferentes tentativas de definición, por mí efectuadas, de
aquello que se denomina, con abuso de confianza, el genio, nada he
encontrado que pueda atribuirse a un proceso, que no sea el
anteriormente definido.
Las Noches de Young son surrealistas de cabo a
rabo; desgraciadamente no se trata más que de un sacerdote que habla, de
un mal sacerdote, sin duda, pero sacerdote al fin.
Swift es surrealista en la maldad.
Sade es surrealista en el sadismo.
Chateaubriand es surrealista en el exotismo. Constant es surrealista en política.
Hugo es surrealista cuando no es tonto.
Desbordes-Valmore es surrealista en el amor.
Bertrand es surrealista en el pasado.
Rabbe es surrealista en la muerte.
Poe es surrealista en la aventura.
Baudelaire es surrealista en la moral.
Rimbaud es surrealista en la vida práctica y en todo.
Mallarmé es surrealista en la confidencia.
Jarry es surrealista en la absenta.
Nouveau es surrealista en el beso.
Saínt-Pol-Roux es surrealista en los símbolos. Fargue es surrealista en la atmósfera.
Vaché es surrealista en mí.
Reverdy es surrealista en sí.
Saint-John Perse es surrealista a distancia.
Roussel es surrealista en la anécdota.
Etcétera.
Insisto en que no todos son siempre surrealistas,
por cuanto advierto en cada uno de ellos cierto número de ideas
preconcebidas a las que, muy ingenuamente, permanecen fieles. Mantenían
esta fidelidad debido a que no habían escuchado la voz surrealista, esa
voz que sigue predicando en vísperas de la muerte, por encima de las
tormentas, y no la escucharon porque no querían servir únicamente para
orquestar la maravillosa partitura. Fueron instrumentos demasiado
orgullosos, y por eso jamás produjeron ni un sonido armonioso (13).
Pero nosotros, que no nos hemos entregado jamás a
la tarea de mediatización, nosotros que en nuestras nosotros que en
nuestras obras nos hemos convertido en los sordos receptáculos de tantos
ecos, en los modestos aparatos registradores que no quedan hipnotizados
por aquello que registran, nosotros quizá estemos al servido de una
causa todavía más noble. Nosotros devolvemos con honradez el «talento»
que nos ha sido prestado. Si os atrevéis, habladme del talento de aquel
metro de platino, de aquel espejo, de aquella puerta, o del cielo.
Nosotros no tenemos talento. Preguntádselo a Philippe Soupault:
Las manufacturas anatómicas y las habitaciones baratas destruirán las más altas ciudades.
A Roger Vitrac:
Apenas hube invocado al mármol-almirante, éste dio
media vuelta sobre sí mismo como un caballo que se encabrita ante la
Estrella Polar, y me indicó en el plano de su bicornio una región en la
que debía pasar el resto de mis días.
A Paul Eluard:
Es una historia muy conocida esa que cuento, es
poema muy célebre ese que releo: estoy apoyado en un muro, verdeantes
las orejas, y calcinados los labios.
A Max Morise:
El oso de las cavernas y su compañero el alcaraván,
la veleta y su valet el viento, el gran Canciller con sus cancelas, el
espantapájaros y su cerco de pájaros, la balanza y su hija el fiel, ese
carnicero y su hermano el carnaval, el barrendero y su monóculo, el
Mississipi y su perrito, el coral y su cántara de leche, el milagro y su
buen Dios, ya no tienen más remedio que desaparecer de la faz del mar.
A Joseph Delteil:
¡Sí! Creo en la virtud de los pájaros. Y basta una pluma para hacerme morir de risa.
A Louis Aragon:
Durante una interrupción del partido, mientras los
jugadores se reunían alrededor de una jarra de llameante ponche,
pregunté al árbol si aún conservaba su cinta roja.
Y yo mismo, que no he podido evitar el escribir las líneas locas y serpenteantes de este prefacio.
Preguntad a Robert Desnos, quien quizá sea el que,
en nuestro grupo, está más cerca de la verdad surrealista, quien, en sus
obras todavía inéditas (14) y en el
curso de las múltiples experiencias a que se ha sometido, ha
justificado plenamente las esperanzas que puse en el surrealismo, y me
ha inducido a esperar aún más de él. En la actualidad, Desnos habla en
surrealista cuando le da la gana. La prodigiosa agilidad con que sigue
oralmente su pensamiento nos admira tanto cuanto nos complacen sus
espléndidos discursos, discursos que se pierden porque Desnos, en vez de
fijarlos, prefiere hacer otras cosas más importantes. Desnos lee en sí
mismo como en un libro abierto, y no se preocupa de retener las hojas
que el viento de su vida se lleva.
SECRETOS DEL ARTE MÁGICO DEL SURREALISMO
Composición surrealista escrita,
o primer y último chorro
Ordenad que os traigan recado de escribir, después
de haberos situado en un lugar que sea lo más propicio posible a la
concentración de vuestro espíritu, al repliegue de vuestro espíritu
sobre sí mismo. Entrad en el estado más pasivo, o receptivo, de que
seáis capaces. Prescindid de vuestro genio, de vuestro talento, y del
genio y el talento de los demás. Decíos hasta empaparos de ello que la
literatura es uno de los más tristes caminos que llevan a todas partes.
Escribid deprisa, sin tema preconcebido, escribid lo suficientemente
deprisa para no poder refrenaros, y para no tener la tentación de leer
lo escrito. La primera frase se os ocurrirá por sí misma, ya que en cada
segundo que pasa hay una frase, extraña a nuestro pensamiento
consciente, que desea exteriorizarse. Resulta muy difícil pronunciarse
con respecto a la frase inmediata siguiente; esta frase participa, sin
duda, de nuestra actividad consciente y de la otra, al mismo tiempo, si
es que reconocemos que el hecho de haber escrito la primera produce un
mínimo de percepción. Pero eso, poco ha de importaros; ahí es donde
radica, en su mayor parte, el interés del juego surrealista. No cabe la
menor duda de que la puntuación siempre se opone a la continuidad
absoluta del fluir de que estamos hablando, pese a que parece tan
necesaria como la distribución de los nudos en una cuerda vibrante.
Seguid escribiendo cuanto queráis. Confiad en la naturaleza inagotable
del murmullo. Si el silencio amenaza, debido a que habéis cometido una
falta, falta que podemos llamar «falta de inatención», interrumpid sin
la menor vacilación la frase demasiado clara. A continuación de la
palabra que os parezca de origen sospechoso poned una letra cualquiera,
la letra l, por ejemplo, siempre la 1, y al imponer esta inicial a la
palabra siguiente conseguiréis que de nuevo vuelva a imperar la
arbitrariedad.
Para no aburrirse en sociedad
Eso es muy difícil. Haced decir siempre que no
estáis en casa para nadie, y alguna que otra vez, cuando nadie haya
hecho caso omiso de la comunicación antedicha, y os interrumpa en plena
actividad surrealista, cruzad los brazos, y decid: «Igual da, sin duda
es mucho mejor hacer o no hacer. El interés por la vida carece de base.
Simplicidad, lo que ocurre en mi interior sigue siéndome inoportuno.» 0
cualquier otra trivialidad igualmente indignante.
Para hacer discursos
Inscribirse, en vísperas de elecciones, en el
primer país en el que se juzgue saludable celebrar consultas de este
tipo. Todos tenemos madera de orador: colgaduras multicolores y
bisutería de palabras. Mediante el surrealismo, el orador pondrá al
desnudo la pobreza de la desesperanza. Un atardecer, sobre una tarima,
el orador, solito, descuartizará el cielo eterno, esa Piel de Oso. Y
tanto prometerá que cumplir una mínima parte de lo prometido
consternará. Dará a las reivindicaciones de un pueblo entero un matiz
parcial y lamentable. Obligará a los más irreductibles enemigos a
comulgar en un deseo secreto que hará saltar en pedazos a las patrias. Y
lo conseguirá con sólo dejarse elevar por la palabra inmensa que se
funde en la piedad y rueda en el odio. Incapaz de desfallecer, jugará el
terciopelo de todos los desfallecimientos. Será verdaderamente elegido,
y las más tiernas mujeres le amarán con violencia.
Para escribir falsas novelas
Seáis quien seáis, si el corazón así os lo
aconseja, quemad unas cuantas hojas de laurel y, sin empeñaros en
mantener vivo este débil fuego, comenzad una novela. El surrealismo os
lo permitirá; os bastará con clavar la aguja de la «Belleza fija» sobre
la «Acción»; en eso consiste el truco. Habrá personajes de perfiles lo
bastante distintos; en vuestra escritura, sus nombres son solamente una
cuestión de mayúscula, y se comportarán con la misma seguridad con
respecto a los verbos activos con que se comporta el pronombre «il», en
francés, con respecto a las palabras «pleut», «y a», «faut», etc. Los
personajes mandarán a los verbos, valga la expresión; y en aquellos
casos en que la observación, la reflexión y las facultades de
generalización no os sirvan para nada, podéis tener la seguridad de que
los personajes actuarán como si vosotros hubierais tenido mil
intenciones que, en realidad, no habéis tenido. De esta manera,
provistos de un reducido número de características físicas y morales,
estos seres que, en realidad, tan poco os deben, no se apartarán de
cierta línea de conducta de la que vosotros ya no os tendréis que
ocupar. De ahí surgirá una anécdota más o menos sabia, en apariencia,
que justificará punto por punto ese desenlace emocionante o confortante
que a vosotros os ha dejado ya de importar. Vuestra falsa novela será
una maravillosa simulación de una novela verdadera; os haréis ricos, y
todos se mostrarán de acuerdo en que «lleváis algo dentro», ya que es
exactamente dentro del cuerpo humano donde esa cosa suele encontrarse.
Como es natural, siguiendo un procedimiento
análogo, y a condición de ignorar todo aquello de lo que debierais daros
cuenta, podéis dedicaros con gran éxito a la falsa crítica.
Para tener éxito con una mujer que pasa por la calle
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Contra la muerte
El surrealismo os introducirá en la muerte, que es
una sociedad secreta. Os enguantará la mano, sepultando allí la profunda
M con que comienza la palabra Memoria. No olvidéis tomar felices
disposiciones testamentarias: en cuanto a mí respecta, exijo que me
lleven al cementerio en un camión de mudanzas. Que mis amigos destruyan
hasta el último ejemplar de la edición de Discurso sobre la Escasez de
Realidad.
El idioma ha sido dado al hombre para que lo use de
manera surrealista. En la medida en que al hombre es indispensable
hacerse comprender, consigue expresarse mejor o peor, y con ello
asegurar el ejercicio de ciertas funciones consideradas como las más
primarias. Hablar o escribir una carta no presenta verdaderas
dificultades siempre que el hombre no se proponga una finalidad superior
a las que se encuentran en un término medio, es decir, siempre que se
limite a conversar (por el placer de conversar) con cualquier otra
persona. En estos casos, el hombre no sufre ansiedad alguna en lo que
respecta a las palabras que ha de pronunciar, ni a la frase que seguirá a
la que acaba de pronunciar. A una pregunta muy sencilla será capaz de
contestar sin la menor vacilación. Si no está afecto de tics, adquiridos
en el trato con los demás, el hombre puede pronunciarse espontáneamente
sobre cierto reducido número de temas; y para hacer esto no tiene
ninguna necesidad de devanarse los sesos, ni de plantearse problemas
previos de ningún género. ¿Y quién habrá podido hacerle creer que esta
facultad de primera intención tan sólo le perjudica cuando se propone
entablar relaciones verbales de naturaleza más compleja? No hay ningún
tema cuyo tratamiento le impida hablar y escribir generosamente. Los
actos de escucharse y leerse a uno mismo sólo tienen el efecto de
obstaculizar lo oculto, el admirable recurso. No, no, no tengo ninguna
necesidad urgente decom prend erme (¡Basta! ¡Siempre me comprenderé!).
Si tal o cual frase mía me produce de momento una ligera decepción,
confío en que la frase siguiente enmendará los yerros, y me cuido muy
mucho de no volverla a escribir, ni corregirla. Únicamente la menor
falta de aliento puede serme fatal. Las palabras, los grupos de palabras
que se suceden practican entre sí la más intensa solidaridad. No es
función mía favorecer a unas en perjuicio de las otras. La solución debe
correr a cargo de una maravillosa compensación, y esta compensación
siempre se produce.
Este lenguaje sin reserva al que siempre procuro
dar validez, este lenguaje que me parece adaptarse a todas las
circunstancias de la vida, este lenguaje no sólo no me priva ni siquiera
de uno de mis medios, sino que me da una extraordinaria lucidez, y lo
hace en el terreno en que menos podía esperarlo. Llegaré incluso a
afirmar que este lenguaje me instruye, ya que, en efecto, me ha ocurrido
emplear surrealistamente palabras cuyo sentido había olvidado. E
inmediatamente después he podido verificar que el uso dado a estas
palabras respondía exactamente a su definición. Esto nos induce a creer
que no se «aprende», sino que uno no hace más que «re-aprender». De esta
manera he llegado a familiarizarme con giros muy hermosos. Y no hablo
únicamente de la conciencia poética de las cosas, que tan sólo he
conseguido adquirir mediante el contacto espiritual con ellas, mil veces
repetido.
Las formas del lenguaje surrealista se adaptan
todavía mejor al diálogo. En el diálogo, hay dos pensamientos frente a
frente; mientras uno se manifiesta, el otro se ocupa del que se
manifiesta, pero ¿de qué modo se ocupa de él? Suponer que se lo
incorpora sería admitir que, en determinado momento, le sería factible
vivir enteramente merced a aquel otro pensamiento, lo cual resulta
bastante improbable. En realidad, la atención que presta el pensamiento
segundo es de carácter totalmente externo, ya que únicamente se concede
el lujo de aprobar o desaprobar, generalmente desaprobar, con todos los
respetos de que el hombre es capaz. Este modo de hablar no permite
abordar el fondo de la cuestión. Mi atención, fija en una invitación que
no puede rechazar sin incurrir en grosería, trata el pensamiento ajeno
como si fuese un enemigo: en las conversaciones corrientes, el
pensamiento fija y «conquista» casi siempre las palabras y las oraciones
ajenas, de las que luego se servirá; el pensamiento me pone en
situación de sacar partido de estas palabras y oraciones en la réplica,
gracias a desvirtuarlas. Esto es especialmente cierto en ciertos estados
mentales patológicos en los que las alteraciones sensoriales absorben
toda la atención del enfermo, quien, al responder a las preguntas que se
le formulan, se limita a apoderarse de la última palabra que ha oído, o
de la última porción de una frase surrealista que ha dejado cierto
rastro en su espíritu:
¿Qué edad tiene usted?» - «Usted» (Ecoísmo). «¿Cómo se llama usted?» - «Cuarenta y cinco casas»
(Síntoma de Ganser o de las respuestas marginales)
No hay ninguna conversación en la que no se dé
cierto desorden. El esfuerzo en pro de la sociabilidad que las preside y
la costumbre que de sostenerlas tenemos son los únicos factores que
consiguen ocultarnos temporalmente aquel hecho. Asimismo, la mayor
debilidad de todo libro estriba en entrar constantemente en conflicto
con el espíritu de sus mejores lectores, y al decir mejores quiero
significar los más exigentes. En el brevísimo diálogo que anteriormente
he improvisado entre el médico y el enajenado, es, desde luego, este
último quien lleva la mejor parte, ya que mediante sus respuestas domina
la atención del médico -y, además, no es él quien formula las
preguntas-. ¿Cabe afirmar que su pensamiento es el más fuerte de los dos
en aquel instante? Quizá. Al fin y al cabo, el paciente goza de la
libertad de no tener en cuenta su nombre ni su edad.
El surrealismo poético, al que consagro el presente
estudio, se ha ocupado, hasta el actual momento, de restablecer en su
verdad absoluta el diálogo, al liberar a los dos interlocutores de las
obligaciones impuestas por la buena crianza. Cada uno de ellos se dedica
sencillamente a proseguir su soliloquio, sin intentar derivar de ello
un placer dialéctico determinado, ni imponerse en modo alguno a su
prójimo. Las frases intercambiadas no tienen la finalidad,
contrariamente a lo usual, del desarrollo de una tesis por muy
insustancial que sea, y carecen de todo compromiso, en la medida de lo
posible. En cuanto a la respuesta que solicitan debemos decir que, en
principio, es totalmente indiferente en cuanto respecta al amor propio
del que habla. Las palabras y las imágenes se ofrecen únicamente a modo
de trampolín al servido del espíritu del que escucha. Este es el modo en
que se ofrecen las palabras y las imágenes en Los campos magnéticos,
primera obra puramente surrealista, y especialmente en las páginas bajo
el común título de «Barreras», en donde Soupault y yo nos comportamos
como interlocutores imparciales.
El surrealismo no permite a aquellos que se
entregan a él abandonarlo cuando mejor les plazca. Todo induce a creer
que el surrealismo actúa sobre los espíritus tal como actúan los
estupefacientes; al igual que éstos crea un cierto estado de necesidad y
puede inducir al hombre a tremendas rebeliones. También podemos decir
que el surrealismo es un paraíso harto artificial, y la afición a este
paraíso deriva del estudio de Baudelaire, al igual que la afición a los
restantes paraísos artificiales. El análisis de los misteriosos efectos
y, de los especiales goces que el surrealismo puede e, n, , , , g, en,
drar no puede faltar en el presente estudio, y es de advertir que, en
muchos aspectos, el surrealismo parece un vicio nuevo que no es
privilegio exclusivo de unos cuantos individuos, sino que, como el
haxis, puede satisfacer a todos los que tienen gustos refinados.
1. Hay imágenes
surrealistas que son como aquellas imágenes producidas por el opio que
el hombre no evoca, sino que «se le ofrecen espontáneamente
despóticamente, sin que las pueda apartar de sí, por cuanto la voluntad
ha perdido su fuerza, y ha dejado de gobernar las facultades» (15).
Naturalmente, faltaría saber si las imágenes, en general, han sido
alguna vez «evocadas». Si nos atenemos, tal como yo hago, a la
definición de Reverdy, no parece que sea posible aproximar
voluntariamente aquello que él denomina «dos realidades distantes». La
aproximación ocurre o no ocurre, y esto es todo. Niego con toda
solemnidad que, en el caso de Reverdy, imágenes como:
Por el cauce del arroyo fluye una canción
o
El día se desplegó como un blanco mantel
o
El mundo regresa al interior de un saco
comporten el menor grado de premeditación. A mi
juicio, es erróneo pretender que «el espíritu ha aprehendido las
relaciones» entre dos realidades en él presentes. Para empezar, digamos
que el espíritu no ha percibido nada conscientemente. Contrariamente, de
la aproximación fortuita de dos términos ha surgido una luz especial,
la luz de la imagen, ante la que nos mostramos infinitamente sensibles.
El valor de la imagen está en función de la belleza de la chispa que
produce; y, en consecuencia, está en función de la diferencia de
potencia entre los dos elementos conductores. Cuando esta diferencia
apenas existe, como en el caso de las comparaciones (16), la chispa no
nace. A mi juicio, no está en la mano del hombre el poder de conseguir
la aproximación de dos realidades tan distantes como aquellas a que
antes nos hemos referido, por cuanto a ello se opone el principio de la
asociación de ideas, tal como lo entendemos. De lo contrario, sólo nos
quedaría el recurso de volver a adoptar un arte de carácter elíptico,
que Reverdy condena, tal como yo lo condeno. Fuerza es reconocer que los
dos términos de la imagen no son el resultado de una labor de deducción
recíproca, llevada a cabo por el espíritu con el fin de producir la
chispa, sino que son productos simultáneos de la actividad que yo
denomino surrealista, en la que la razón se limita a constatar y a
apreciar el fenómeno luminoso.
Y del mismo modo que la duración de la chispa se
prolonga cuando se produce en un ambiente de rarificación, la atmósfera
surrealista creada mediante la escritura mecánica, que me he esforzado
en poner a la disposición de todos, se presta de manera muy especial a
la producción de las más bellas imágenes.
Incluso cabe decir que, en el curso vertiginoso de
esta escritura, las imágenes que aparecen constituyen la única guía del
espíritu. Poco a poco, el espíritu queda convencido del valor de
realidad suprema de estas imágenes. Limitándose al principio a
sentirlas, el espíritu pronto se da cuenta de que estas imágenes son
acordes con la razón, y aumentan sus conocimientos. El espíritu adquiere
plena conciencia de las ilimitadas extensiones en que se manifiestan
sus deseos, en las que el pro y el contra se armonizan sin cesar, y en
las que su ceguera deja de ser peligrosa. El espíritu avanza, atraído
por estas imágenes que le arrebatan, que apenas le dejan el tiempo
preciso para soplarse el fuego que arde en sus dedos. Vive en la más
bella de todas las noches, en la noche cruzada por la luz del
relampagueo, la noche de los relámpagos. Tras esta noche, el día es la
noche.
Los innumerables tipos de imágenes surrealistas
exigen una clasificación que, por el momento, no voy a pretender
efectuar. Agrupar estas imágenes según sus afinidades particulares me
llevaría demasiado lejos; esencialmente, quiero tan sólo tener en
consideración sus excelencias comunes. No voy a ocultar que para mí la
imagen más fuerte es aquella que contiene el más alto grado de
arbitrariedad, aquella que más tiempo tardamos en traducir a lenguaje
práctico, sea debido a que lleva en sí una enorme dosis de
contradicción, sea a causa de que uno de sus términos esté curiosamente
oculto, sea porque tras haber presentado la apariencia de ser
sensacional, se desarrolla después débilmente (que la imagen cierre
bruscamente el ángulo de su compás), sea porque de ella se derive una
justificación formal irrisoria, sea porque pertenezca a la clase de las
imágenes alucinantes, sea porque preste de un modo muy natural la
máscara de lo abstracto a lo que es concreto, sea por todo lo contrario,
sea porque implique la negación de alguna propiedad física elemental,
sea porque dé risa. He aquí unos cuantos ejemplos de imágenes correctas:
Los rubís del champaña. Lautréamont.
Bello como la ley de paralización del desarrollo
del pecho de los adultos cuya propensión al crecimiento no guarda la
debida relación con la cantidad de moléculas que su organismo produce.
Lautréamont.
Una iglesia se alzaba sonora como una campana. Philippc Soupault.
En el sueño de Rrose Sélavy hay un enano salido de un pozo, que come pan por la noche. Robert Desnos.
Sobre el puente se balanceaba el rocío con cabeza de gata. André Breton.
Un poco a la izquierda, en mi divino firmamento,
percibo -aunque sin duda es tan sólo un vapor de sangre y asesinatos- el
brillante despintado de las perturbaciones de la libertad. Louis
Aragon.
En el interior del bosque incendiado
Frescos los leones se han quedado. Roger Vitrac.
El color de las medias de una mujer no es
obligatoriamente la imagen de sus ojos, lo cual ha inducido a decir a un
filósofo, cuyo nombre es inútil hacer constar: «los cetalópodos tienen
más razones que los cuadrúpedos para odiar el progreso» . Max Morise.
1. Tanto si se quiere
como si no, ahí hay materia para satisfacer muchas necesidades del
espíritu. Todas estas imágenes parecen atestiguar que el espíritu ha
alcanzado la madurez suficiente para gozar de más satisfacciones que
aquellas que por lo general se le conceden. Este es el único medio de
que dispone para sacar partido de la cantidad ideal de acontecimientos
de que está preñado (17). Estas
imágenes le dan la medida de su normal disipación y de los
inconvenientes que ésta le comporta. No es malo que estas imágenes
acaben por desconcertar al espíritu, ya que desconcertarle equivale a
situarle ante un camino errado. Las frases que he citado contribuyen
grandemente a ello. Pero el espíritu que sabe saborearlas obtiene de
ellas la certidumbre de hallarse en el buen camino; el espíritu, por sí
mismo, jamás se declarará culpable de emplear sutilezas idiomáticas;
nada tiene que temer por cuanto, además, se fortifica con la búsqueda
total.
2. El espíritu que se
sumerge en el surrealismo revive exaltadamente la mejor parte de su
infancia. Al espíritu le ocurre un poco lo mismo que a aquel que,
próximo a morir ahogado, repasa, en menos de un minuto, su vida entera,
en todos sus agobiantes detalles. Habrá quien diga que esto no es
demasiado incitante. Pero no me interesa en absoluto incitar a quien tal
digan. De los recuerdos de la infancia y de algunos otros se desprende
cierto sentimiento de no estar uno absorbido, y, en consecuencia, de
despiste, que considero el más fecundo entre cuantos existen. Quizá sea
vuestra infancia lo que más cerca se encuentra de la «verdadera vida»;
esa infancia, tras la cual, el hombre tan sólo dispone, además de su
pasaporte, de ciertas entradas de favor; esa infancia en la que todo
favorece la eficaz, y sin azares, posesión de uno mismo. Gracias al
surrealismo, parece que las oportunidades de la infancia reviven en
nosotros. Es como si uno volviera a correr en pos de su salvación, o de
su perdición. Se revive, en las sombras, un terror precioso. Gracias a
Dios, tan sólo se trata del Purgatorio. Se atraviesan, sintiendo un
estremecimiento, aquellas zonas que los ocultistas denominan paisajes
peligrosos. Mis pasos suscitan la aparición de monstruos que me acechan,
monstruos que todavía no me tienen demasiada malquerencia, debido a que
les temo, por lo que todavía no estoy perdido. Ahí están «los elefantes
con cabeza de mujer y los leones voladores» cuyo encuentro nos hacía
temblar de miedo, a Soupault y a mí; ahí está el «pez soluble» que
todavía me da un poco de miedo. ¡PEZ SOLUBLE, no, no soy yo el pez
soluble, yo nací bajo el signo de Acuario, y el hombre es soluble en su
pensamiento! La fauna y la flora del surrealismo son inconfesables.
3. No creo en la
posibilidad de la próxima aparición de un pontífice surrealista. Las
características comunes a todos los textos del género, entre ellos los
que acabo de citar, así como muchos otros que por sí solos nos podrían
proporcionar un riguroso desglose analítico lógico y gramatical, no
impiden una cierta evolución de la prosa surrealista, al paso del
tiempo. Prueba irrefragable de ello lo son las historietas que vienen a
continuación, en este mismo volumen, historietas escritas después de
gran cantidad de ensayos a cuya elaboración me entregué con la finalidad
antes dicha durante cinco años, y que tengo la debilidad de juzgar, en
su mayoría, extremadamente desordenadas. No estimo que esas historietas
sean, en virtud de lo que de ellas he expresado, ni más ni menos capaces
de poner de relieve ante el lector los beneficios que la aportación
surrealista puede proporcionar a su conciencia.
Por otra parte, es preciso dar mayor envergadura a
los medios surrealistas. Todo medio es bueno para dar la deseable
espontaneidad a ciertas asociaciones. Los papeles pegados de Picasso y
de Braque tienen el mismo valor que la inserción de un lugar común en el
desarrollo literario del estilo más laboriosamente depurado. Incluso
está permitido dar el título de POEMA a aquello que se obtiene mediante
la reunión, lo más gratuita posible (si no les molesta, fíjense en la
sintaxis) de títulos y fragmentos de títulos recortados de los
periódicos diarios:
POEMA
Una carcajada
de zafiro en la isla de Ceilán
Las más hermosas escamas
TIENEN MATIZ AGOSTADO
BAJO LOS CERROJOS
en una granja aislado
DE DIA EN DIA
se agrava
lo agradable
Un camino de carro
os conduce a los límites con lo ignoto
el café
predica las loas de su santo
EL COTIDIANO ARTIFICE DE VUESTRA
BELLEZA
SEÑORA
un par
de medias de seda
no es
Un salto en el Vacío
UN CIERVO
El amor ante todo
Todo podría solucionarse
PARIS ES UNA GRAN CIUDAD
Vigilad
Los rescoldos
LA ORACIÓN
Del buen tiempo
Sabed que
Los rayos ultravioletas
han culminado su tarea
Breve y beneficiosa
El PRIMER DIARIO BLANCO
DEL AZAR
Rojo será
El cantor vagabundo
¿DÓNDE ESTÁ?
en la memoria
en su casa
EN EL BAILE DE LOS ARDIENTES
Hago
bailando
Lo que se hace, lo que se hará
Y se podrían dar muchos más ejemplos. También el
teatro, la filosofía, la ciencia, la crítica, conseguirían volver a
encontrarse a sí mismos. Debo apresurarme a añadir que las futuras
técnicas surrealistas no me interesan.
Ya he dado a entender con suficiente claridad que
las aplicaciones del surrealismo a la acción me parecen poseer una
importancia muy diferente (18). Ciertamente, no creo en el valor profético de la palabra surrealista. «Mis palabras son palabras de oráculo» (19). Sí en la medida que yo quiera, porque ¿acaso no se es oráculo ante uno mismo? (20)
La piedad de los hombres no me engaña. La voz surrealista que
estremeció a Cumas, Dodona y Delfos es la misma que dicta mis discursos
menos iracundos. Mi tiempo no puede ser el suyo, ¿y por qué ha de
ayudarme esta voz a resolver el infantil problema de mi destino? Por
desgracia, parezco actuar en un mundo en el que, para llegar a tener en
cuenta sus sugerencias, estoy obligado a servirme de dos clases de
intérpretes, unos me traducirán sus frases, y los otros, que es
imposible hallar, comunicarán a mis semejantes la comprensión que yo
haya alcanzado de estas frases. Este mundo en el que yo sufro lo que
sufro (mejor será que no lo sepáis), este mundo moderno, este mundo, en
fin... ¡diabólico! Bueno, pues ¿qué queréis que yo haga en él? La voz
surrealista quizá se extinga, no puedo yo contar mis desapariciones. Yo
no podré estar presente, ni siquiera un poco, en el maravilloso
descuento de mis años y mis días. Seré como Nijinski, a quien el año
pasado llevaron a los ballets rusos y no pudo comprender qué clase de
espectáculo era aquel al que asistía. Quedaré solo, muy solo en mí,
indiferente a todos los ballets del mundo. Os doy todo lo que he hecho y
todo lo que no he hecho.
Y, desde entonces, siento unos grandes deseos de
contemplar con indulgencia los sueños científicos que, a fin de cuentas,
tan indecorosos son desde todos los puntos de vista. ¿Los sin hijos?
Bien. ¿La sífilis? Igual me da. ¿La fotografía? Nada tengo que oponer.
¿El cine? ¡Vivan las salas oscuras! ¿La guerra? ¡Que risa! ¿El teléfono?
¡Diga! ¿La juventud? ¡Encantadores cabellos blancos! Intentad hacerme
decir «gracias»: «Gracias». Gracias... Si el vulgo tiene en gran estima
eso que, propiamente hablando, se denomina investigaciones de
laboratorio, se debe a que gracias a ellas se ha conseguido construir
una máquina o descubrir un suero en los que el vulgo se cree
directamente interesado. No duda ni por un instante que con ello se ha
querido mejorar su suerte. No sé con exactitud cuál es el ideal de los
sabios con tendencias humanitarias, pero me parece que de él no forma
parte una gran cantidad de bondad. Entendámonos, hablo de los verdaderos
sabios, no de los vulgarizadores de cualquier tipo, en posesión de un
título. En este terreno, como en cualquier otro, creo en la pura alegría
surrealista del hombre que, consciente del fracaso de todos los demás,
no se da por vencido, parte de donde quiere y, a lo largo de cualquier
camino que no sea razonable, llega a donde puede. Puedo confesar
tranquilamente que me es absolutamente indiferente la imagen que el
hombre en cuestión juzgue oportuno utilizar para seguir su camino,
imagen que quizá le procure la pública estimación. Tampoco me importa el
material del que necesariamente tendrá que proveerse: sus tubos de
vidrio o mis plumas metálicas... En cuanto al método de tal hombre lo
considero tan bueno como el mío. He visto en plena actuación al
descubridor del reflejo cutáneo plantar; no hacía más que experimentar
sin tregua en los sujetos objeto de su estudio, no era un «examen», ni
mucho menos, lo que hacía; resultaba evidente que había dejado de fiarse
de todo género de planes. De vez en cuando formulaba una observación,
con aire de lejanía, sin abandonar por ello su aguja, mientras que su
martillo actuaba constantemente. Encargó a otros la trivial tarea de
tratar a los enfermos. Se entregó por entero a su sagrada fiebre.
El surrealismo, tal como yo lo entiendo, declara
nuestro inconformismo absoluto con la claridad suficiente para que no se
le pueda atribuir, en el proceso el mundo real, el papel de testigo de
descargo. Contrariamente, el surrealismo únicamente podrá explicar el
estado de completo aislamiento al que esperamos llegar, aquí, en esta
vida. El aislamiento de la mujer en Kant, el aislamiento de los
«racimos» en Pasteur, el aislamiento de los vehículos en Curie, son a
este respecto, profundamente sintomáticos. Este mundo está tan sólo muy
relativamente proporcionado a la inteligencia, y los incidentes de este
género no son más que los episodios más descollantes, por el momento, de
una guerra de independencia en la que considero un glorioso honor
participar. El surrealismo es el «rayo invisible» que algún día nos
permitirá superar a nuestros adversarios. «Deja ya de temblar, cuerpo».
Este verano, las rosas son azules; el bosque de cristal. La tierra
envuelta en verdor me causa tan poca impresión como un fantasma. Vivir y
dejar de vivir son soluciones imaginarias. La existencia está en otra
parte.
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NOTAS
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(1) Dostoiewsky: Crimen y castigo.
(2) Pascal.
(3) Barrès, Proust.
(4) Es preciso tener en cuenta el espesor del sueño. En general,
tan sólo recuerdo lo que hasta mí llega desde las más superficiales
capas del sueño. Lo que más me gusta considerar de los sueños es aquello
que quede vagamente presente al despertar, aquello que no es el
resultado del empleo que haya dado a la jornada precedente, es decir,
los sombríos follajes, las ramificaciones sin sentido. Igualmente, en la
«realidad» prefiero abandonarme.
(5) Lo más admirable de lo fantástico es que lo fantástico ha dejado de existir. Ahora sólo existe realidad.
(6) Véase Pasos perdidos, editado por la N. R. F.
(7) "Nord-Surd", marzo de 1918.
(8) Si hubiera sido pintor, esta representación visual hubiera sin
duda predominado sobre la otra. Probablemente mis facultades innatas
decidieron las características de la revelación. Desde aquel día, he
concentrado voluntariamente la atención en parecidas apariciones, y me
consta que, en cuanto a precisión, no son inferiores a los fenómenos
auditivos. Provisto de papel y lápiz, me sería fácil trazar sus
contornos. Y ello es así por cuanto no se trataría de dibujar, sino de
calcar. De este manera, podría representar un árbol, una ola, un
instrumento musical, infinidad de cosas que, en este momento sería
incapaz de representar gráficamente, ni siquiera mediante el más somero
esquema. Si lo intentara, me perdería, con la certidumbre de volver a
topar conmigo mismo, en un laberinto de líneas que, a primera vista, no
parecerían representar nada. Y, al abrir los ojos, tendría la fuerte
impresión de hallarme ante algo «nunca visto». La prueba de lo que digo
ha sido efectuada muchas veces por Robert Desnos; para comprobarlo basta
con hojear el número 36 de Hojas libres, que contiene abundantes
dibujos suyos («Romeo y Julieta», «Un hombre ha muerto esta mañana»,
etc.) que la revista creyó eran dibujos realizados por locos, y que como
publicó con la mayor buena fe.
(9) Knut Hamsun considera que el hambre es el determinante de este
tipo de revelación que me obsesionó, y quizá esté en lo cierto. (Debo
hacer constar que en aquella poca no todos los días comía.) Y no cabe
duda de que los siguientes síntomas que Hamsun relata coinciden con los
míos:
El día siguiente desperté temprano. Todavía era de noche. Hacía
largo rato que tenía los ojos abiertos, cuando oí las campanadas de las
cinco, dadas por el reloj de pared del piso superior al mío. Intenté
volver a dormir, pero no lo logré, estaba totalmente despierto, y mil
ideas me bullían en la cabeza.
De repente se me ocurrieron algunas frases buenas, muy adecuadas
para utilizarlas en un apunte, en un folletón; súbitamente, y como por
azar, descubrí frases muy hermosas, frases más bellas que todas las por
mí escritas anteriormente. Me las repetí lentamente, palabra por
palabra, y eran excelentes. Las frases no dejaban de acudir, una tras
otra. Me levanté y cogí papel y lápiz, en la mesa que tenía detrás de la
cama. Me parecía que se hubiera roto una vena en mi interior, las
palabras se sucedían, se situaban en su justo lugar, se adaptaban a la
situación, las escenas se acumulaban, la acción se desarrollaba, las
réplicas surgían en mi cerebro, y yo gozaba de manera prodigiosa. Los
pensamientos acudían tan velozmente, y seguían fluyendo con tal
abandono, que desdeñé una multitud de detalles delicados, debido a que
el lápiz no podía ir con la debida velocidad, pese a que procuraba
escribir de la mano siempre en movimiento, sin perder ni un segundo. Las
frases brotaban en mi interior y estaba en plena posesión del tema.
Apollinaire aseguraba que De Chirico había pintado sus primeros
cuadros bajo la influencia de alteraciones cenestési?cas (dolores de
cabeza, cólicos...)
(10) Cada día creo más en la infalibilidad de mi pensamiento en
relación conmigo mismo, lo cual es naturalísimo. De todos modos, en esta
escritura del pensamiento, en la que uno queda a merced de cualquier
distracción exterior, se producen fácilmente «lagunas». No hay razón
alguna que justifique el intento de disimularlas. El pensamiento es, por
definición, fuerte e incapaz de acusarse a sí mismo. Aquellas evidentes
deficiencias deben atribuirse a las sugerencias procedentes del
exterior.
(11) También por Thomas Carlyle, en Sartor Resartus (capítulo VIII: «Supernaturalismo natural»), 1833-34.
(12) Véase asimismo, el Ideorrealismo de Saint-Pol-Roux.
(13) Lo mismo podría decir de algunos filósofos y de algunos
pintores; de estos últimos tan sólo citaré a Uccello, entre los de la
época antigua, y, entre los de la época moderna, a Seurat, Gustave
Moreau, Matisse (en «La música», por ejemplo), Derain, Picasso (el más
puro, con mucho), Braque, Duchamp, Picabia, Chirico (admirable durante
tanto tiempo), Klee, Man Ray, Max Ernst y, tan próximo a nosotros, André
Masson.
(14) «Nuevas Hébridas», «Desorden formab, «Duelo por duelo».
(15) Baudelaire.
(16) Imagen de Jules Renard.
(17) No olvidemos que, según la fórmula de Novalis, «hay ciertas
series de acontecimientos que se producen paralelamente con los
acontecimientos reales. Por lo general, los hombres y las circunstancias
modifican el curso ideal de los acontecimientos de tal manera que éste
toma apariencias de imperfección y sus consecuencias son también
imperfectas. Así ocurrió con la Reforma: en vez del Protestantismo
produjo el Luteranismo».
(18) Séame permitido formular algunas reservas acerca de la
responsabilidad, en general, y de las consideraciones médico-jurídicas
pertinentes en orden a determinar el grado de responsabilidad de un
individuo, a saber, responsabilidad plena, irresponsabilidad y
responsabilidad limitada (sic). Pese a lo muy difícil que me resulta
admitir el principio de cualquier tipo de responsabilidad, me gustaría
saber de qué manera serán juzgados los primeros actos delictuosos de
naturaleza indudablemente surrealista. ¿El acusado será absuelto o
solamente se apreciará la concurrencia de circunstancias atenuantes? Es
una verdadera lástima que los delitos de prensa hayan dejado casi de ser
perseguidos, pues de lo contrario no tardaría en llegar el momento en
que podríamos asistir a un proceso del siguiente tipo: el acusado ha
publicado un libro atentatorio a la moral pública; a querella de algunos
de sus «más honorables» conciudadanos es también acusado de difamación;
contra él se formulan acusaciones de todo género, igualmente
aplastantes, cual insultos al ejército, inducción al asesinato, apología
de la violación, etc. Por su parte, el acusado se muestra enteramente
de acuerdo con los acusadores, a fin de poder desvirtuar las ideas por
él expresadas. En su defensa, se limita a proclamar que él no se
considera autor del libro en cuestión, ya que éste tan sólo puede
considerarse como una producción surrealista que excluye todo género de
consideraciones acerca del mérito o demérito de quien lo firma, ya que
el firmante no ha hecho más que copiar un documento, sin expresar sus
opiniones, y que es tan ajeno a la obra nefasta cual pueda serlo el
mismísimo presidente del tribunal que le juzga.
Y lo que cabe decir de la publicación de un libro podrá decirse
también de una infinidad de actos de diferente naturaleza el día en que
los métodos surrealistas comiencen a gozar del favor del público.
Entonces será preciso que una nueva moral sustituya a la moral usual,
causa de todos nuestros males.
(19) Rimbaud.
(20) De todos modos, DE TODOS MODOS... Mejor será descargar la
conciencia. Hoy, día 8 de junio de 1924, hacia la una, la voz me ha
susurrado: «Béthune, Béthune...» ¿Qué quería decir? No conozco Béthune,
ni tengo la menor idea de la situación en que se encuentra en el mapa de
Francia, Béthune nada me evoca, ni siquiera una escena de Los tres
mosqueteros. Hubiera debido emprender viaje hacia Béthune, en donde
quizá me esperaba algo; aunque en realidad hubiera sido ésta una
solución demasiado simplista. Me han contado que en un libro de
Chesterton se refiere el caso de un detective que para encontrar a
alguien a quien busca en una ciudad sigue el método de inspeccionar,
desde el sótano al tejado, todas las casas en cuyo exterior advierte un
detalle ligeramente anormal. Este sistema es tan bueno como cualquier
otro.
De parecido modo, Soupault, en 1919, entró en gran número de
inmuebles improbables para preguntar a la portera si allí vivía
Phillippe Soupault. Creo que no se hubiera sorprendido si le hubieran
dado una respuesta afirmativa. Ello se hubiera debido a que Soupault
habría entrado en su propia casa.
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